jueves, 14 de febrero de 2013
Kreator - Renewal
Cuando era adolescente me poseían esporádicamente unos ataques de rabia incomprensibles, dramáticos, terribles para mí, en los que sentía cada vez a la locura acechando tras mi nuca. O tal vez no fuera exactamente locura lo que sentía, sino miedo. Miedo a perder el control, a pasar al otro lado. Aterrado como un reptil acorralado por el fuego, impotente y desesperadamente enfurecido ante la presencia de su muerte inevitable; así de angustiosos me eran aquellos ataques. Y recuerdo que cuando ya no podía soportar más las paredes que me oprimían, mi familia, mis amigos o quien fuera que estuviera a mi lado, yo salía corriendo hacia el paisaje industrial en el que se expandía nuestra urbanización; salía a enfrentarme solo con el polvo que levantaban los camiones.
Y caminaba, o corría, horas, con los zapatos desgastados, las plantas doloridas, no importaba. Sin rumbo pero con determinación. A los camiones que cruzaban les levantaba el puño. Les gritaba enseñando los dientes, su maquinaria tintineante mostrándome la espalda. Desaparecían en el horizonte y me dejaban atrás, solo con el olor a gasolina quemada - el olor a tubo de escape que yo aspiraba a pleno pulmón, para que la contaminación penetrara mejor en mi sangre.
Por el cielo cruzaban aviones lentos, cada uno con su propio motor a propulsión; abajo yo, odiándome sin razón. Corría para no desaparecer, para quedarme solo con la realidad, para ser yo y para ser especial. Por eso hacía el ridículo una y otra vez, para sentirme especial.
Saltaba y gritaba, a veces en el tejado de nuestro bloque. Sacudiendo las antenas de todos los vecinos. Escupiendo a las nubes. Cabalgando caballos imaginarios, caballos de adrenalina bajo un cielo violáceo; la furia reptil de mi sistema nervioso desbocado hacia el límite del colapso
Corría de nuevo, hacia ninguna parte, y cuando me cansaba caminaba, interminablemente, inhalando los colores químicos del cielo nocturno. Cuanto más caminaba menos sentido le encontraba a nada.
De niño me pasaba horas buscando sentido entre calles y solares; igual que de adolescente lo seguí haciendo entre discotecas y programas de televisión, intentando hacer lo que tocaba. Intentando ser positivo, intentando ser negativo, probando-me todos los disfraces que ofrece el consumismo y sus símbolos sin significado. Tuve mi época de intentar ser uno más, pero no funcionó. Me sentí aislado, alejado de mí, me sumí en el caos. Me sumí en el vacío. No funcionó. Cuando intenté mezclarme con los demás lo hice hinchado de drogas y a destiempo, mal vestido. Como si buscara el fracaso de antemano. Porque nada de aquello me interesaba realmente. El disfraz social no es más que una mentira y cuando la aprendí a utilizar, lo hice guardando una ironía secreta en mi interior como si fuera un tesoro, hasta que me di cuenta de que eso era precisamente lo que hacían todos: jugar a creer sin creer, refugiarse en la ironía. Así que la cacofonía de anuncios publicitarios me había atrapado a mí también, me di cuenta de que yo también era uno más. Uno más del montón, como ellos. Creado a destiempo y de manera desordenada, pero monocorde, como todo lo que me rodeaba. ¿Irónicamente, lo que había salido a buscar desde el primer momento, no? No. Dios me había regalado un cuerpo de hombre para que me volviera adulto. Me había regalado un cuerpo por estrenar, con desbordante energía para quemar, y yo no sabía como utilizarlo. Puños hacia el cielo, peleas y empujones. Patadas. Nada tenía sentido.
Botellas de éter rotas, basura, todo se revuelve y se desnuda, pero habían momentos también, a veces, en los de repente todo cobraba sentido y la vida no era más que una brisa en la cara. Una sensación agradable que pasa. El vaso estaba lleno. El cielo me miraba con ojos fieros, como un puma hambriento estirado sobre los edificios del barrio. Todo tiene sentido, a veces. El sentido es el propio sinsentido, la vida misma.
No hay mucho que buscar, hay que gritar, desgarrar y provocar al ritmo del universo.
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