lunes, 4 de junio de 2012

Anonymous

Poco antes de cumplir los diez años me caí con muy poca fortuna sobre la cabeza durante una clase de gimnasia. Me salió un movimiento extraño e inesperado al intentar, con mucha valentía, una voltereta en el aire y acabé aplastando mi propio cuello con el peso de mi cuerpo. Me llevaron al hospital, con urgencia, y tras largas y narcóticas horas de espera entré en una sala de operaciones. Los médicos asustaron a mis padres y les explicaron que mis vértebras estaban dañadas y aunque me podría recuperar, cabía la posibilidad de que sufriera consecuencias “difíciles de prever” a la hora de crecer. Una solución experimental, sin embargo, que mis padres accedieron a probar, fue la sustitución de áreas de varias vértebras, así como la base de mi calavera, por una aleación revolucionaria de acero y silicona. La operación fue un éxito, pero curiosamente desde entonces empecé a soñar casi cada noche sobre un amigo imaginario muy peculiar. Nunca me dijo su nombre porque no hablábamos; Él, ella o ello, era un robot. Un robot grande como un camión o una avioneta, que en los sueños, siempre muy realistas, llamaba la atención en el cielo cuando se acercaba de lejos a una velocidad espantosa hacia mi ventana y asustaba a todos los bloques del barrio con el ruido fiero de sus motores. Dejaba el aire saturado de un fuerte olor a gasolina, siempre, que yo reconocía como el olor de mi amigo. Mi amigo de corazón de enormes pistones metálicos y brazos lanzamisiles. Misiles que usaba para destruir edificios cuando yo me dirigía hacia el norte o hacia el sur o si quería volver desde la escuela hacia casa en línea recta, por ejemplo, mi amigo se cuidaba de que todo quedara plano ante mi paso. Toda la ciudad le temía. Era un robot rudo, con las planchas de acero sin pintar ni pulir. Cuando llegaba volando, aterrizaba ante nuestro bloque y tenía la altura justa para que su cara quedara ante mi balcón. Allí me miraba, de frente, con ojos sin color ni brillo. Ojos que no eran más que dos huecos con turbinas furiosas en su interior. Sus dientes, cuchillas afiladas. De día, yo y un amigo real que tenía, de carne y sangre, vagábamos por el barrio buscando varas, trozos de tuberías o piezas largas de metal desechadas, con las que picábamos paredes apartadas de las que arrancábamos trozitos de yeso y ladrillo. Durante tardes enteras a veces, y siempre lejos de las miradas de los vecinos. Imaginábamos que nosotros también teníamos el poder de destruir un edificio entero, como mi amigo el robot.