sábado, 19 de noviembre de 2011

The Lost Children of Babylon - Zeitgeist, The Spirit Of The Age

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En mis años más rebeldes, alrededor de los 16, me acostumbré a desfogar mi necesidad de insurrección en una serie de pequeños sabotajes que practicaba en solitario. Por las tardes, me paseaba entre tiendas de ropa cara, ropa que yo no podía pagar, con una cuchilla de afeitar en el bolsillo. Entraba en el establecimiento como un cliente más, chequeaba la mercancía y acariciaba las telas con la cuchilla escondida entre el dedo índice y el anular, estirando largos cortes a lo largo de cada prenda.
Hacía varios cortes en poco tiempo - nunca más de cinco minutos - y salía del lugar fingiendo tranquilidad, con las pupilas hinchadas de adrenalina.
En los centros comerciales la excitación era mayor y también el riesgo, porque temía que me pudiera grabar alguna cámara. Nunca entraba en más de dos tiendas en un mismo centro y no volvía al lugar hasta pasados dos o tres meses. Aún así, hubo una vez en la que, después de haber completado un sabotaje, al entrar en la segunda tienda tuve la sensación de que me observaba un agente de seguridad.
Salí disimuladamente el establecimiento y cuando me encontré en el pasillo percibí otro agente de la seguridad privada del centro caminando hacia mí. No me lo pensé dos veces y salí corriendo.
El pasillo desembocaba a un patio interior del centro, en el que habían dos atracciones de feria para los niños, y allí pude ver que des de la salida llegaban otros dos guardias uniformados. Volví inmediatamente por la dirección desde la que había venido, sabiendo que desde allí también me seguían y no me quedó, o no se me ocurrió, otra opción que entrar en los baños públicos antes de volverme a encontrar el primer guardia. Entré en una cabina y me senté en la taza con las piernas levantadas, aguantando la puerta cerrada con las plantas de los pies.
Al poco tiempo escuché los pasos de dos de mis perseguidores entrando. Uno callaba y el otro me decía con tono dulce que podía salir. Decía en voz alta que no entendían porque me había puesto a correr.
También pude escuchar como iban abriendo las puertas una a una, hasta que no consiguieron mover la mía y se callaron. El tiempo se paró y desde el interior del silencio, algo empezó a pitar. No desde fuera, no a través de mis oídos, sino desde el centro mismo de mi cerebro. Primero suavemente, un silbido metálico, que ahondaba más y más profundamente en el centro de mi mente a medida que ganaba intensidad. La vista se me desenfocaba intermitentemente por el efecto del sonido y me temblaban los miembros de asco y náusea. Al rato no pude aguantar y abrí la puerta de un solo tirón, para vomitar sobre el uniforme del agente que me encontré de bruces, de pié delante de la puerta, aguantando un mando a distancia metálico en una mano. Su compañero me pegó en la cabeza pero no pude notar dolor, ningún dolor físico podía superar la angustia que me producía aquel sonido agudo. Aparté a los dos hombres estirando los brazos y salí tambaleándome de los baños, tropecé con una niña pequeña y perdí el conocimiento al momento de tocar el suelo.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Brighter Death Now - 1890

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Cuando tenía poco más de veinte años, trabajaba en una cafetería por las tardes y le alquilaba una buhardilla a una mujer soltera que bebía un poco pero nunca me molestaba. Subí de la calle un enorme colchón que encontré abandonado y lo coloqué cerca de la ventana, me compré una neverita para las cervezas y coloqué en el centro de la habitación dos televisores. Uno me lo prestó un amigo que se fue al extranjero y el segundo me lo encontré por casualidad, detrás de mi casa, una tarde en la que tuve que hacer un rodeo para salir del barrio a causa de un mitin político que bloqueó la entrada a mi calle con un mar de sillas plegables de madera y pensionistas con pancartas que me daban la espalda mientras escuchaban la voz de un conferenciante que salía de los altavoces con firmeza automatizada y desganada. Esa tarde tuve que doblar un par de esquinas que nunca había explorado y sobre la calzada de una calle corta y estrecha me encontré con una televisión abandonada, que resultó funcionar. Por aquella época trabajaba siempre en turnos de tarde, dormía de día y a menudo me pasaba las noches delante de mis dos televisiones, una transmitiendo las imágenes que salían de un reproductor de DVD que gané en alguna oferta y otra reproduciendo cintas VHS en un videocasete que ni recuerdo de donde había sacado. Reproducía a menudo unas cintas que me encontré apiladas junto a un contenedor de basura. Había una con una grabación ambiental de fuego, y otra cinta en la que, tras terminar dos comedias grabadas de la televisión, sobraban unos minutos de la grabación anterior, no profesional, con imágenes de una familia anónima celebrando el cumpleaños de una niña. Así gastaba en aquella época noches enteras hasta la llegada del pálido amanecer. Fue en una de aquellas veladas nocturnas, entre las tres y las cuatro de la madrugada más o menos, cuando me sorprendió el lanzamiento de una bengala sobre los edificios frente a mi ventana. Me quedé hipnotizado observando la luz rojiza y a medida que me acostumbraba a la sorpresa, me percaté de que lo que me había parecido una bengala no bajaba del cielo. Pasaron unos segundos y la bengala no descendía como era de esperar, sino que se mantenía clavada en el cielo, no se exactamente a qué distancia, pero desde mi ángulo parecía estar a un palmo sobre el edificio de enfrente.
El brillo palpitaba cambiando de intensidad. Cuando se expandía, la luz era tan intensa que me cegaba por un instante durante el que me quedaba encantado y a continuación se replegaba sobre sí misma, quedándose simplemente flotando ante mi mirada. Después me volvía a hipnotizar. Palpitando en el cielo absorbía la atención de mi mente y la soltaba, de manera intermitente. Cada vez que la luz me poseía, yo centraba mucha atención en sentir mi columna vertebral –esto lo podía analizar posteriormente - y visualizaba la imagen de una luz fluorescente, sobre la que brillaban en mayor intensidad unos filamentos de luz que parecían cuerdas rotas y finas, hechas de una luz aún más clara que la de la bengala. Después volvía a ver el cielo oscuro, sus pocas estrellas, una a una, y la bengala estática brillando en el aire. Me desperté al amanecer, sin recordar en qué momento había quedado dormido y desde entonces me tomo en serio los avistamientos de ovnis.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Darkthrone - Panzerfaust

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Antes de comenzar la verdadera pubertad, tenía una profesora de informática con el pelo rubio y liso, con una piel pálida marcada por finas arrugas de rabia. Me producía una vaga excitación sexual, que se mezclaba con rabia y frustración ante sus enfados súbitos.
Con once años, niño adolescente, estaba harto de los fluorescentes antisépticos del edificio de la escuela y de las competiciones aburridas por gustarles a las chicas. Estaba harto del tutor, que me tenía manía y me hería día sí día no con críticas cínicas sobre mis opiniones. La jornada escolar me digería mí en un vacío aislante. Una tortura emocional que en invierno se estiraba hasta que la oscuridad hubiera engullido a la totalidad del cielo. Mis únicos momentos de libertad consistían en ver a los pájaros ir y venir sobre los cables eléctricos desde la ventana de clase, mientras moría el día.

Después de clase caminaba solo, en la oscuridad. Horas sin rumbo, pateando latas, cajas y todo lo que daba sentido a mi camino. Lanzando algunas piedras puntuales a farolas y alguna que otra ventana.
Caminaba y buscaba, algo, sin saber qué. Salía de los confines del barrio y de la ciudad cansado, con las suelas de los zapatos ardiendo, el físico agotado, pero atrapado en el mismo lugar. Miraba hacia el cielo y no me sentía libre – la libertad estaba allí arriba, entre estrellas como puntos de un mapa hacia tesoros incomprensibles. Todo tenía significado, pero allí arriba, a lo lejos.
La única vez que el cielo se acercó hacia mí, me mandó una señal hundida en la niebla. Una luz misteriosa brillando al fondo de la carretera, pintando los hangares de destellos anaranjados.
Una bola de olor infernal de la que emanaba humo más salvaje y más oscuro que la neblina con la que se mezclaba. El esqueleto de un coche ardiendo en el rincón más alejado del polígono industrial.
No sabía cómo había llegado allí aquel objeto sagrado que moría en llamas ante mí, pero me fascinaba ese calor destructor que le rodeaba como la puerta a una dimensión paralela, más real que la mía. Como el fuego de un sacrificio mágico, aquella me pareció la señal de libertad que esperaba y tiré al fuego la cartera escolar con las libretas y los libros que llevaba aquella tarde.
Me senté sobre el asfalto caliente ante mi hoguera y observé hipnotizado como las llamas penetraban invisiblemente el nylon de la cartera escolar para desgarrarla silenciosamente desde sus entrañas. Me sentía en el mundo, presente y persona al fin. Me sentía poseído por un motivo vital. Inescrutable, pero presente. Las llamas se perdían en el cielo y hacían desaparecer las estrellas, pero conversando y comunicando con ellas.
Las crestas de las llamas, la profundidad negra del cielo y la vida, eran un todo compenetrado en el que yo formaba parte, hasta que una luz blanquecina bañó mis ojos. Quedé cegado por esta iluminación pálida, en la que aparecieron dos figuras oscuras que se dirigieron a mí en mi idioma, hablado con tono seco. Eran dos agentes de policía que habían acudido al lugar y ellos fueron los que me acompañaron condescendientemente a casa de mis padres.
Después de aquella tarde los paseos nunca volvieron a ser lo mismo.