martes, 5 de febrero de 2013

Battle of Mice - A Day of Nights

Tuve una novia que trabajaba de transportista. Conducía la camioneta de una floristería mucho exitosa, aunque nunca lo hubieras dicho, porque la tienda que tenían era muy pequeña, una cabaña casi, construida en la esquina de un cruce urbano poco transitado. Íbamos a menudo al mar, mi novia transportista y yo. Yo siempre me bañaba solo, ella me esperaba en la arena con las piernas juntas, miraba el horizonte y se abrazaba las rodillas con esos brazos abultados que tenía. Brazos fuertes. A veces cuando se enfada pegaba puñetazos en la mesa que hacían saltar todos los platos. Llevaba pantalones tejanos cortados sobre los muslos en verano, camisetas negras casi siempre y el pelo recogido. Era una mujer muy estable y bastante silenciosa. Hasta un poco callada, por lo general, pero a veces le daba por hacer locuras que me asustaban. Como correr descalza por una autopista desierta, a las 4 de la madrugada. Yo en la calzada, borracho como ella, junto a las puertas abiertas del coche, rezando para que no pasara nadie a toda velocidad. Ella era camionera y no le daban miedo las máquinas decía, las máquinas eran sus aliadas y nunca le harían daño. Tenía sus propias supersticiones. Una religión prácticamente. Tenía las paredes del estudio que alquilaba cubiertas de fotos de motores, cada uno de una máquina diferente. Dejaba marcas de pintalabios en todas las copas de las que bebía. No le gustaba la cerveza ni los licores pero sí el vino. Y tenía un piercing en el ombligo, nada fuera de lo común, era la moda entonces. Le iban mucho los ordenadores también, se pasaba las tardes en internet, leyendo páginas de hackers sobre programas nuevos de ordenador y trucos de programación. La conocí en un bar, tomando algún cóctel yo, ella vino. Me acuerdo de que sin haberme dado cuenta me encontré hablando de cómo murió el perrito que tenía de pequeño. Le conté cómo le atropelló una moto y quedó todo enredado en la cadena de la máquina y cuando me había dado cuenta de lo tétrica que era la imagen que le estaba describiendo, ella parecía estar tan cómoda con la anécdota, que me llenó de una sensación de seguridad y de hogar, como si aquél bar se hubiera convertido en mi casa por el hecho de estar hablado con ella. Me habló de pisar huevos, de cómo a ella y a su hermana les gustaba pisar los huevos que sacaban de la nevera cuando sus padres no estaban. Cómo los reventaban de un solo pisotón y embadurnaban el suelo de la cocina con la yema amarilla. Noté que me quería poner nervioso, pero con ella lo único que sentía era comodidad, dijera lo que dijera. Entonces me miró a los ojos, y me pareció que estaba muy feliz, ella, y yo también. Me masturbó en su camioneta aquella misma noche. Subía un olor a gasolina a medida que aumentaba mi excitación. Me dijo que le gustaba mucho mirar las estrellas y soñar en tocarlas y acariciarlas con sus dedos. Yo miraba la piel suave de sus muslos, bajo la luz de la luna. Habíamos apagado el motor y lo único que se escuchaba eran los grillos y el silencio de la noche como un vacío que absorbía nuestras preocupaciones hacia el espacio exterior, dejándonos a los dos solos con nuestra respiración y el olor de nuestra piel. Los cielos, con ella, eran los más bonitos que hubiera visto nunca, sobretodo los nocturnos. Auras amarillentas de las luces urbanas que me parecían mágicas y doradas. Y su furgoneta era como una iglesia para nosotros, en la que cada noche recibíamos la bendición de la luz de la luna. Una vez me preguntó desde un puente, si me atrevía a tirarme, mirando el trazo de saliva contaminada que había sido un rió años atrás bajo nuestros pies. Nosotros sentados cientos de metros más arriba; prácticamente en el cielo. O así es como me sentía yo por lo menos: en el cielo, junto a ella con los pies colgando sobre el puente. Le conté que yo de niño caminaba por el agua, ha sido la única persona a quien se lo he contado nunca. No dijo nada, me dejó hablar y su silencio era la sensación más envolvente y maternal con la que nunca me hubiera encontrado. Me dejó contar toda mi historia, por extraña que fuera y no dijo nada, sólo me abrazó. Y me hizo sentir que ya no tenía que mentir, que no hacía falta, que no tenia que inventarme historias fantásticas sobre mi pasado para impresionarla porque ella me aceptaba tal cual, como era yo. Como era yo así, en cuerpo y respiración, con este esqueleto y estas facciones. Yo no tenía que hacer más que respirar, para estar allí con ella, sentado en silencio. No hacia falta inventarme más historias. Siempre he querido saber qué hay de ella. Por qué carreteras lejanas conduce su camión. Me dijo que quería trabajar de transportista toda la vida, y cuando más largos fueran los viajes y más grande el camión, mejor.

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