lunes, 7 de noviembre de 2011

Darkthrone - Panzerfaust

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Antes de comenzar la verdadera pubertad, tenía una profesora de informática con el pelo rubio y liso, con una piel pálida marcada por finas arrugas de rabia. Me producía una vaga excitación sexual, que se mezclaba con rabia y frustración ante sus enfados súbitos.
Con once años, niño adolescente, estaba harto de los fluorescentes antisépticos del edificio de la escuela y de las competiciones aburridas por gustarles a las chicas. Estaba harto del tutor, que me tenía manía y me hería día sí día no con críticas cínicas sobre mis opiniones. La jornada escolar me digería mí en un vacío aislante. Una tortura emocional que en invierno se estiraba hasta que la oscuridad hubiera engullido a la totalidad del cielo. Mis únicos momentos de libertad consistían en ver a los pájaros ir y venir sobre los cables eléctricos desde la ventana de clase, mientras moría el día.

Después de clase caminaba solo, en la oscuridad. Horas sin rumbo, pateando latas, cajas y todo lo que daba sentido a mi camino. Lanzando algunas piedras puntuales a farolas y alguna que otra ventana.
Caminaba y buscaba, algo, sin saber qué. Salía de los confines del barrio y de la ciudad cansado, con las suelas de los zapatos ardiendo, el físico agotado, pero atrapado en el mismo lugar. Miraba hacia el cielo y no me sentía libre – la libertad estaba allí arriba, entre estrellas como puntos de un mapa hacia tesoros incomprensibles. Todo tenía significado, pero allí arriba, a lo lejos.
La única vez que el cielo se acercó hacia mí, me mandó una señal hundida en la niebla. Una luz misteriosa brillando al fondo de la carretera, pintando los hangares de destellos anaranjados.
Una bola de olor infernal de la que emanaba humo más salvaje y más oscuro que la neblina con la que se mezclaba. El esqueleto de un coche ardiendo en el rincón más alejado del polígono industrial.
No sabía cómo había llegado allí aquel objeto sagrado que moría en llamas ante mí, pero me fascinaba ese calor destructor que le rodeaba como la puerta a una dimensión paralela, más real que la mía. Como el fuego de un sacrificio mágico, aquella me pareció la señal de libertad que esperaba y tiré al fuego la cartera escolar con las libretas y los libros que llevaba aquella tarde.
Me senté sobre el asfalto caliente ante mi hoguera y observé hipnotizado como las llamas penetraban invisiblemente el nylon de la cartera escolar para desgarrarla silenciosamente desde sus entrañas. Me sentía en el mundo, presente y persona al fin. Me sentía poseído por un motivo vital. Inescrutable, pero presente. Las llamas se perdían en el cielo y hacían desaparecer las estrellas, pero conversando y comunicando con ellas.
Las crestas de las llamas, la profundidad negra del cielo y la vida, eran un todo compenetrado en el que yo formaba parte, hasta que una luz blanquecina bañó mis ojos. Quedé cegado por esta iluminación pálida, en la que aparecieron dos figuras oscuras que se dirigieron a mí en mi idioma, hablado con tono seco. Eran dos agentes de policía que habían acudido al lugar y ellos fueron los que me acompañaron condescendientemente a casa de mis padres.
Después de aquella tarde los paseos nunca volvieron a ser lo mismo.

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