jueves, 1 de abril de 2010

3 despedidas

Hasta que no publique la primera entrada del siguiente ejercicio, subo el texto resultante del ejercicio llamado “marco”. He juntado los tres textos, relacionándolos entre sí. Como no tenía pensado terminarlos juntando desde el principio, el resultado queda un poco acartonado, pero me gusta la idea de combinar tres textos que tienen poco que ver entre sí y unirlos sólo por el punto de vista. Tercera, primera y segunda persona respectivamente y alrededor de un tema común, que es la despedida.

3 Despedidas

1.
Cuando se diluye en el espacio, la cacofonía se convierte en un sonido placentero. El peso del tren cae rueda tras rueda sobre la vía, que sirve a dos hombres de techo. Cada golpe resonando en sus oídos con el estruendo de una nota diferente, convirtiendo el puente en el que se refugian en una tormenta sonidos agudos, que se difuminan lentamente después de la agonía. Las vibraciones de los choques metálicos se desintegran rebotando en los pilares del puente hasta desaparecer en la noche. Dejándolos a los dos solos.
Dos hombres sentados sobre la fría acera. Uno observa la pared de enfrente, pensativo, mientras el otro se apoya en su hombro al hablar, entusiasmado. Intenta convencer a su compañero de que hoy ha visto un perro ladrando su nombre.

Hoy al mediodía, mientras buscaba cartones en el polígono norte, le ha parecido que se le llamaba. Alguien gritaba su nombre en el fondo de un túnel que nunca había visto. Un túnel que ha descubierto hoy.

-¡Juan!...¡Juan!...

Una vez dentro, la voz seguía sonando de manera intermitente por el tubo de cemento. Un túnel largo, tan oscuro que no podía ver lo que pisaba. Tropezaba una y otra vez con piedras y desechos irreconocibles. Le oprimía el cuerpo una fría y densa humedad que se esfuma de repente, cuando se encuentra libre, rodeado de espacio abierto. Y respirando con facilidad. Lo cual significa placer y alivio para él, pero también extrañeza, porque se encuentra ante unas ruinas urbanas cubiertas de polvo, guardadas por una reja metálica.
Entre las ruinas, aislado tras la valla, se encuentra al engendro negro que ladra su nombre.

-¡Juan!¡Juan!¡Juan!
-¡Juan!¡Juan!¡Juan!

El perro no puede controlar su ira, salivando cada vez más, acercándose a la valla, haciéndola parecer más precaria con cada ladrido. Más fina y delicada. Más frágil e insegura.

¡La muerte! Concluye su compañero. El perro negro que has visto no era más que la muerte llamándote por tu nombre. Ha venido a la ciudad para buscarte, pero se ha detenido en el borde, porque hoy no te toca todavía. Pero mañana mismo atravesará la valla.
Has tenido mucha suerte en poderla ver a tiempo. Si huyes ahora, a otra ciudad, lejos, la muerte no te encontrará aquí. ¡Tienes que huir ahora mismo a un lugar elegido al azar! Para que la muerte no pueda adivinar tu nueva dirección y tarde meses, incluso años en encontrarte.

Los dos amigos salen del túnel. Las zapatillas rotas resbalando por la cuesta de tierra arcillosa que sube hacia la fluorescencia de la gasolinera. La luz eléctrica del cartel resplandece fría y fantasmagórica en su soledad, clavada en medio de la explanada.
Pasan de largo las miradas de despecho placentero que los trabajadores les dedican y continúan hacia la estación de tren, en silencio. Sólo se escuchan las pisadas sordas de sus suelas en el asfalto, y murmureos lejanos de automóviles o helicópteros esporádicos que sobrevuelan la ciudad como luciérnagas metálicas.
El condenado a muerte, abrumado. Despierto y alerta, pero con enjambres de abejas imaginarios zumbando en su cabeza. Está saboreando sus propios labios. Siente su vida golpeando su pecho y tiritando en su musculatura. Ahogando su piel desde dentro. Presente y entera, su vida rebosando los confines de su cuerpo.

2.
A varios kilómetros de allí, los brotes de césped pinchan y pican la piel de mi nuca mientras observo el cielo. Con los brazos abiertos, estirado sobre la colina, siento la tierra aguantar todo el peso de mi espalda y expando mi mirada hacia el espacio exterior. El sol acaba de desaparecer, pero a sus ecos les queda fuerza para colorear la bóveda celeste; en unos minutos desaparecerán también los últimos tonos purpúreos como una tela transportada por el viento. Después se verán las estrellas.
Lucía está estirada junto a mí, con los ojos cerrados. No nos decimos nada. El silencio se escucha como una cortina de placer cayendo sobre los dos. Mi alma se estira sobre el cosmos, a pesar de que mi cuerpo no se mueva. Cientos de estrellas se convierten en puntos que marcan ciudades sin nombre en el mapa de mi alma, agrupadas todas ellas por mi mirada mientras arden en fusión atómica a millones de años luz. Siento mi sangre cambiar microscópicamente de ritmo y se que las vibraciones del LSD están empezando poseerme.
Mientras tanto Lucía, como la bella durmiente de una leyenda, sigue respirando suavemente a mi lado. El placer de mirarla y pensar en las dulces horas que hemos pasado juntos, es como el filo metálico de un cuchillo depositado sobre mi lengua, después de haber sido bañado en un vino endulzado con miel y agua de rosas.

la mente, el cuerpo, las entrañas se me encogen. Piel de gallina y escalofríos por el abdomen hacia el cuello a través de los costados de mi cuerpo. El LSD produce su segunda ráfaga de aviso.
Me siento y miro hacia la pequeña bahía. Me pierdo en la sinuosidad del movimiento de los reflejos de la noche sobre el agua, alrededor de un barco de metal anónimo que calla a 300 metros de nosotros.
La brisa juega sobre mi vientre y pecho, con la tela de mi camisa. Se despide con un beso y vuelve, seduciendo progresivamente mi piel. Y cada vez que el aire interrumpe sus juegos eróticos, me quedo solo en el centro de la escena. En el lugar en el que hay que estar.
¿Habrá naves extraterrestres volando entre las estrellas que flotan allí arriba? Seres mágicos de luz blanca tal vez. Criaturas de formas desconocidas e inteligencia imposible de comprender.

El contacto suave de unos dedos delicados interrumpe mi ensoñación. Lucía aguanta mi mano y me cautiva con dos ojos brillantes de entusiasmo. Dice que ha tenido un viaje interior.
Dice que ha pensado en extraterrestres, mientras sus manos juegan con mis dedos. Como yo, ha visto seres de luz. Y también ha pensado en el vagabundo que han encontrado hoy en la estación de tren. Asesinado por las mordeduras de algún perro de pelea, según ha dicho el telediario.
Dice que los extraterrestres han tenido algo que ver. Está todo trazado.

Yo y Lucía sintiendo los extraterrestres a la vez, no puede ser ninguna casualidad.
La única explicación de esta coincidencia es la de que una presencia extraordinaria nos haya visitado a los dos, en forma de vibraciones, transmisión de sensaciones o éter. Algo indefinible pero perfectamente perceptible, exterior a nosotros.

Lucía dice que mientras cerraba los ojos escuchaba el canto de una sirena sobre la carretera por la que hemos venido hasta aquí, sobre las colinas verdes que rodean el lago, en el que duerme el barco que tenemos delante. Era la voz de la muerte, concluye, que venía a buscarla aquí, después de haber recogido esta mañana al desconocido en la estación de tren. Pero los extraterrestres la han avisado a tiempo, antes de que su consciencia siguiera flotando más allá de su cuerpo tras el canto de sirena, hacia una dimensión más elegante.
Lucía no quiere despedirse de su cuerpo tan pronto. Aún no. Así que bajamos las colinas que rodean el lago con nuestros dedos ligados, tocándose, abrazándose. Saboreando, sintiendo, absorbiendo datos – temperatura, regularidad de la superficie de la piel, tamaño, longitud. Definiendo el contacto de nuestras almas a través de nuestros extremos. Acompaño a Lucía hacia el coche y nos despedimos con un abrazo confiado, empapados en la luz amarilla de la gasolinera.
Yo me quedo y ella se va lejos, al lugar menos pensado, para confundir a la muerte y ganarle unos años más. A un lugar nuevo donde ni yo ni nadie la pueda ir a buscar, donde ni siquiera la muerte la pueda encontrar.
Yo me quedo solo, mi mirada se eleva hacia la distancia, perdiéndose en el infinito. Y camino hasta la madrugada para volver a casa.

3.
Ordenador, inicia el sistema operativo. ¿Ya te has conectado a la red? Inicia el buscador. Conecta con las cámaras de vigilancia (Estás muy lento hoy, tardas demasiado) introduce la siguiente clave - inicia el programa. Te cuesta mucho tiempo establecer la conexión ¿te pasa algo?.
.
Ya era hora, por fin perfilas los cuatro marcos en los que van a formarse las imágenes que recibes por las cámaras. Inicias un aumento progresivo del detalle dentro de la masa e de cuadriculas original, hasta concretar las apariencias de un solar ruinoso, una bahía fría donde descansa un barco pesado, la luz amarilla de un paso subterráneo delineado por grandes vigas de hierro y la zona de aparcamiento de una gasolinera solitaria. Cada una de las imágenes enmarcadas en tu monitor, dentro de su correspondiente cuarto de pantalla.

Nadie pasa por el pasadizo que me muestras en la pantalla. Exhibes solamente la imagen de dos paredes hechas de ladrillo, un pavimento asfaltado y un techo aguantado por vigas de metal. Más allá del cambio hipnótico de luz sobre la imagen, que aumenta y disminuye en intervalos largos y lentos, no pasa nada. Casi parece que me muestres una imagen fija y no una transmisión directa de vídeo.

En la imagen de la bahía dibujas el barco inmóvil como un poderoso ser tecnológico flotando sobre el liquido de oscuridad insondable. Una negrura imperceptible; oscuridad como hecho, tan oscura que la zona que dibuja el lago sobre tu pantalla tiene los pixels apagados. Oscuridad absoluta. No me enseñas más que un hecho, la falta de luz. No hay profundidades nocturnas a las que mis ojos se puedan acostumbrar. Sobre tu pantalla, el color del agua es un negro imperativo.

Sobre la gasolinera (que tampoco es más que un par de formas diluidas en el halo eléctrico que brilla desde tu pantalla) surge un movimiento repentino. La pantalla se ve invadida por un gran objeto negro. Un coche accidentado rebotado desde la carretera en un movimiento circular que la ausencia de su sonido correspondiente hace parecer suave y etéreo. La sombra oscura de un vehículo asoma por la esquina izquierda de la cuadrícula y llega hacia el centro de la imagen, en la zona de aparcamiento, dando una vuelta a su alrededor y otra sobre el techo, quedando de nuevo parado sobre las ruedas. Congelado.
Tu pantalla dibuja sombras danzantes. Figuras humanas que se acercan al coche inmóvil. Todo en silencio absoluto.

Haces que el cuarto de pantalla que reservas a la gasolinera parpadee. Lo muestras y escondes de manera intermitente hasta que en su lugar introduces la imagen congelada del pasadizo. Ahora exhibes el pasadizo en dos de las cuadriculas, mientras la gasolinera no aparece por ninguna parte.
Toco tus teclas al azar y de repente me muestras la imagen de la gasolinera en lugar de la de la bahía. Hay dos cuadrículas conectando con la cámara del pasadizo en tu pantalla. Una con la cámara del solar desolado y una con la de la gasolinera, ahora sí, de nuevo, en la esquina izquierda de tu pantalla.
Dentro del coche que acaba de presentarse de rebote, me muestras una chica herida.

Ahora tu pantalla oscurece del todo, me dejas sin conexión con ninguna de las cámaras; por unos momentos. Después me devuelves el marco distorsionado de las cuatro divisiones de la pantalla, pero no dibujas en él ninguna forma reconocible. Solamente colores diferentes formando manchas abstractas.

Te apago, para que descanses, y te vuelvo a encender.

Trazas de nuevo el marco de las cuatro pantallas, comienzas a pintar la primera imagen inteligible en tu cuadro inferior derecho: la luz de la gasolinera. En el cuadro derecho superior delineas las ruinas del solar. Pero en el cuadro superior izquierdo aparece de nuevo la imagen de la gasolinera. Me muestras la imagen de un vehículo blanco de ambulancia que carga a la conductora del coche accidentado. Lleva el cuerpo y la cara tapados por una sábana. Repites la imagen de la gasolinera en dos cuadrados opuestos pero no muestras el pasadizo por ninguna parte.
Decides apagar la pantalla de repente, por cuenta propia, y reinicias tu sistema. Al cabo de unos segundos vuelven a a aparecer las cuatro pantallas, pero todas muestran la misma imagen del pasadizo, en tonos diferentes.

Evitas mis ordenes. Tu sistema no responde a mis peticiones, actúas autónomamente. No me permites comunicar contigo. Estás confundido, enfermo.
Tu actuación me hace ver que estás infectado, atacado por algún virus. Si te permito seguir por el camino que estás tomando, tu sistema se distorsionará pronto dentro del caos. Sólo puedes salvar tu configuración pasando por el repaso de un programa antivirus. Tendré que reiniciarte para que pases por su análisis. Cuando vuelvas, te habrás alejado de la amenaza.

Una vez iniciado el programa, apagas tu pantalla, silbas el último susurro de tu ventilador y cuando éste calla, permaneces silenciosamente apagado.
Me quedo solo ante el marco de tu pantalla de cristal, el plástico que la envuelve está oscurecido por restos de polvo pegado. Solo ante tus teclas, tozudas y secas, de pulsación cada vez más difícil con el paso del tiempo. No queda más que tu armazón ante mí, introvertido, secreto, oscuro y ausente.

Me dejas solamente el recuerdo de la información que había almacenado en tus ficheros. Solamente desesperación e impotencia por no poder recuperar lo que había guardado en tu sistema. Me quedo sin ti, yo solo con tu ausencia.

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